La noche de Atlanta

Voy con mis amigos a cenar al club Atlanta. Comemos pescado, lo salamos varias veces porque vino demasiado saludable. Hablo de películas y series como si estuviera a punto de morir y decir cuál me gustó y cuál no fuese una clave para salvar al mundo luego de mi deceso. Saco aire, aliviada: hace mucho que no los veía y no recordaba que podía ser una loca de las películas.

Cuando Nico nos cuenta la idea de su próximo corto, que es acerca de una pareja, enseguida Ariel y yo le pedimos que nos diga bien cómo es y lo actuamos. Los extrañaba.

Caminamos por las calles de Chacarita. Vamos bien, estamos bien. Y la luna está re linda.

Ahora que desagotamos las pasiones que nos unen y que el pescado ya no existe, hablamos de amor. Un poco nomás. Enseguida pasamos al feminismo, a lo grossas que estamos las mujeres. Serán las doce de la noche.

Mis amigos me dicen que hay una librería que está abierta durante la madrugada. Pienso: qué ciudad. Finalmente me dicen la palabra mágica, “ficihines”. 

Hay unos fichines detrás de una puerta que parece la de una casa común y corriente, con un bar improvisado. Entro y la luz de los videojuegos sobre las cosas es una hermosura. Pienso: ¿en qué otra ciudad se puede encontrar algo así? Y la tristeza me invade. Porque estoy pensando en irme de acá. 

Jugamos con Ari al Tetris. “Muy intelectual”, digo cuando pierdo. ¿Por qué dije eso? 

Finalmente, la piba que había llegado a los monstruos pierde su última vida con muchísima dignidad. Y allí el Wonderboy, libre para mí, abriendo la puerta hacia todos los deseos de mi corazón. Mi prima era la que sabía llegar a los monstruos. Yo no tenía plata para fichines y nunca pasé de las primeras nubes. Ariel me da dos fichas y las aprieto en mi puño como esa nena que no tenía casi nada.

Juego, pierdo la patineta y no paso ni la primera de nubes: me mata un pulpo sin fuerza. A esta altura de la vida sé qué batallas abandonar. Cedo el lugar a los que saben.

Con Ari jugamos a uno de matar a todos. Los dos con una ametralladora, a mí se me escapa un gritito. Game Over a los diez segundos. “Estos gringos”, digo.

Charlamos, los tres, sobre abusos sexuales y laborales, a la luz azulada de los fichines.

Son casi las cuatro de la madrugada. Me vuelvo en taxi con Ari. El chofer me da miedo, así que me bajo con mi amigo en su casa. Qué ira. Pienso en los abusos. Y en la sensación de protección que tenemos las mujeres cuando estamos con un hombre. Nos protegen de los otros hombres. No quiero que me “protejan” así, no aguanto más. Que se corten el pito, pienso. O que de una vez se atrevan a plantearse su sexualidad en serio. Nosotras no damos más. Y ya no los queremos. Porque dan miedo, chicos.

Obvio que mis amigos, no. Ellos tienen su parte femenina integrada, entonces no son abusadores, ni salvajes. 

Los tipos que no conocen su energía femenina cogen como el orto, bombean, ponen y sacan como si una fuera un juego de embocar. ¿Por qué pienso en eso? Ah, por el chofer.

Yo me siento protegida cuando los hombres no son machistas, claro. Prefiero que sean como mis amigos, que no me preguntan dónde prefiero sentarme al entrar a un restaurant y deciden ellos – poco caballeros, eh – a que me corran la silla y después traten a mi vagina y a su pito como si fueran un balero. Qué espanto, che.

A los hombres los han escindido del hogar, de los hijos. Ellos pueden estar lejos de los hijos porque los han anestesiado con dinero. Se pierden lo mejor de la vida.  ¿Y nosotras? Tengo amigas que aún dicen que a un hombre no hay que decirle que una quiere enamorarse porque a ellos les da miedo. Y otras que dicen que de todos modos ellas tampoco quieren compromiso. Se mienten en la cara,  les da miedo que las dejen si dicen que quieren amor.  Qué mundo, ¿no? Todo eso pienso en el último taxi de vuelta, después del abrazo de Ari.





Comentarios

  1. ¡Gracias! ¿Cómo has llegado a mi blog? Lo tengo bastante en las sombras...

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  2. De casualidad. Me gustó mucho el texto, Juan Gelman era hincha de Atlanta.

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  3. Que tenga un lindo día, Agustina. Saludos.

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