El abrazo de Dylan Brian

  A Dylan Brian

Dylan Brian quiso abrazarme. Eso fue así. Pero no se animaba. Su abuela, más lejos, en lo alto de la barranca, insistía para que dejara de molestarme. No, no me molesta, al contrario, señora. Hasta que vino a buscarlo. El pequeño se agarró de ella y empezó a caminar pero el torso y la cara seguían hacia mí. Y yo sonreía. Le sonreía. Aunque me hubiese llenado de pasto porque él es “un gran cavador de pozos”. Aunque hubiese interrumpido mi lectura de Shakespeare durante unos cuarenta minutos en los que me dijo que:

No le gustan las teles grandes y por eso no va al cine.
No le gusta bañarse porque tiene miedo de que le entre agua en los oídos.
Sus amigos no quieren jugar con él porque él… bueno, él los reta.
No le gusta la playa porque una vez su hermanita casi se pierde. Y la gente empezó a hacer aplausos. ¿Y si yo me pierdo y mi papá y mi mamá no me encuentran? Eso no va a pasarte nunca, ¿cómo te llamás? Dylan Brian. Ok. Eso no va a pasarte nunca, Dylan, porque vos estás conectado con tu papá y tu mamá desde acá. ¿Acá? Me preguntó imitando mi gesto, la manito en su pecho. Te lo juro. Nunca te vas a perder. Y si te entra agua en el oído es bueno, porque el oído se baña, le hace bien. Y es muy lindo ir al cine, porque te reís con los otros chicos, y la risa de los otros da más risa. Y si me permitís el consejo quiero decirte que si te concentrás en retar dejás de jugar. ¿Cotresar?, ¿qué es eso? Con-cen-trar. Si retás dejás de jugar. Jugá como conmigo ahora, que no me retás y sos divino. ¿O no sos divino? Mi papá y mi mamá ya no se quieren. Pero te aman, ¿lo sabés?, más que a nada en el mundo. ¿Vos me querés?

Yo no hice ninguna pausa, contesté inmediatamente, pero la sentí.

Por supuesto que te quiero, Dylan.

Cambió de tema y después vino la despedida.

Dylan Brian realmente quiso abrazarme, se soltó de su abuela, vino corriendo entusiasmado pero se frenó. Para mí que querés darme un abrazo. No. Yo creo que sí. Sonrió. Yo también, dije, pero me da vergüenza. Sonrió y se escondió detrás de un árbol. Abracé el árbol. El entendió e imitó mi gesto, todo el pecho contra el tronco. Y extendió sus pequeños brazos, riendo. Y nos abrazamos, porque fue así, con el  árbol en medio de ambos. Su abuela también reía, tímida, mientras yo, agarrándole esas manitos que tendrían unos 4 años, le deseaba que nunca más tuviera miedo y que se sintiera amado para siempre.

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