Sé que vas a ser feliz

Fabrico un caballo para vos solo y te veo ir. 

Tu espalda con el bolso que te preparé.
Primera estación: el campo. Los tilos, el follaje, el cielo.
Ahí te levantás a la mañana y dormís a la noche.
Por la tarde caminás y te sigue un perro. Esas cosas sencillas.
Durante un paseo, sentís que ese caballo fue tuyo alguna vez.

Jinete, dejás el campo cada vez más atrás.

En el camino, hacés cosas de día y dormís cuando oscurece. Eso aprendiste.

Llegás a una ruta en la que ves flechas hacia todos lados.
Sabés que no importa porque decidirá el caballo.

Vacas, una estación de servicio, carteles de publicidad, un hotel.

En medio de la ruta, entrás a una cabina de teléfono mientras llueve – el
ruido sobre el vidrio, las gotitas se deslizan - , marcás mi número y me decís: estoy bien.
Yo  imagino tu sonrisa mientras ves al caballo desde ahí, detrás del vidrio, detrás de las gotitas.

Te subís al Chevrolet que está abandonado en el playón del bar.
El bar de ruta en el que paraste, con el neón roto - color lila - .
El caballo se lo regalás a un vagabundo, le va a venir mejor que a vos.
Seguís tu camino, cruzás la frontera vacía.

El auto te lleva hasta la nieve.
Bajás, agarrás el bolso (un libro, los zapatos de baile, y dos o tres cosas más adentro).   
El Chevrolet naranja en la nieve es una imagen que no vas a olvidar.
Un esquiador frena al lado tuyo; la frenada hace un dibujo de líneas paralelas y suena
lindo.
Te mira y sin decir palabras, él se sube al auto y vos empezás a esquiar.

Esquiador, recorrés toda esa nieve y te das cuenta de algo: no podés pensar.
Esa es la sensación que buscabas, ahí está.
El camino no importa, lo decidirán los esquíes.
Todo es blanco como que no termina.

Parás y descansás.
Un oso chiquito, claramente polar, llega hasta vos y te mira.
Hasta que entendés que sólo quiere jugar.
Y jugás.
Viene un hombre cansado.
Le dejás tus esquíes.
El se los pone y lo ves irse con el oso en brazos.

Ya en un camino de tierra, sentís el corazón que late tranquilo.
Hay sol.
Mirás para todos lados.

Ves una casa de algún color que te gusta… azul. Te abre la puerta una nena, seis o siete años.
Sin decir palabras, te recibe.
Se pone en puntas de pie para poner la olla en el fuego y darte de comer.
  
Pedís permiso, agarrás el teléfono y marcás mi número.
Sé que sos vos así que atiendo y digo tu nombre.
Escucho tu sonrisa.
Me pedís que deje de imaginar tu camino, porque ahora ya podés solo.
¿Yo ya no te fabrico nada, entonces?
Me pedís que no. Ni caballos, ni autos, ni esquíes.

Me decís que tenés puestos tus zapatos de baile...
Y ahí me doy cuenta de que eso yo no lo imaginé.
Acepto, con lágrimas en los ojos, que ya no me necesitás.
Ahora sí importa el camino, porque no decidirán los zapatos. Eso te digo.
Me decís que sabés manejar zapatos. Nos reímos.
Que camines, que pares cuando estés cansado y que bailes lindo.
Sé que vas a ser feliz.

Comentarios

Publicar un comentario

Entradas populares de este blog

Eh. Uf. Yo.

La noche de Atlanta

Todo